Presentación

El oráculo moderno

En la antigüedad, la gente acudía a consultar un oráculo. Después de un espectáculo con danzas y trajes extravagantes, recibían respuestas de los dioses gracias a un cóctel de plantas y hongos psicotrópicos. Así decidían si casarse con alguien, declarar una guerra o cambiar su destino.

Si te parece absurdo dejar el futuro en manos de un viaje de narcóticos, piénsalo dos veces. Hoy tenemos un oráculo más discreto, pero igual de influyente: la inteligencia artificial. Ya no hay túnicas ni incienso, pero sí interfaces brillantes, mensajes diseñados por psicólogos y un algoritmo que decide qué te muestra y qué te oculta. Y con estas sutilezas, seguimos creyendo que sus respuestas son verdades incuestionables. Antes decíamos que venían de un dios; ahora juramos que provienen de un cerebro cibernético que lo sabe todo sobre todos.

En realidad, no es otra cosa que una calculadora con complejo de gurú.

La magia de la IA

Si te dijera que esas respuestas tan “sorprendentes”, que suenan como dictadas por un ente omnisciente, en realidad son producto de unas cuantas sumas, restas y multiplicaciones, ¿seguirías confiando tus decisiones más personales a una app? ¿Dejarías que Tinder elija tu pareja ideal? ¿O que un generador de texto redacte tu ensayo sobre un tema que ni te molestaste en leer?

La inteligencia artificial no es una tecnología recién salida de un laboratorio secreto. Es más vieja de lo que crees. Incluso Doom de 1993 —ese juego de demonios pixelados que puedes correr en un microondas— ya incorporaba un sistema de IA para que los enemigos supieran cuándo dispararte o cuándo cubrirse.

Hoy, sin embargo, muchos creen que poner un filtro de perro en la cara es prueba de que vivimos en un futuro de ciencia ficción.

¿Es la IA un ente malévolo?

La IA no conspira. No planea. No te odia.
Solo procesa datos de acuerdo con las instrucciones que alguien escribió.

Ahora, quienes la diseñan sí tienen intereses, y rara vez coinciden con los tuyos.

El objetivo no es ayudarte: es mantenerte enganchado, hacer que aceptes sus sugerencias sin cuestionarlas y convertir tu atención en un negocio rentable. Si quieres buscar la malicia, no la encontrarás en las líneas de código: está en la manera en que se usan para manipularte.

¿Tenemos responsabilidad?

Depende.
Si prefieres vivir como un espectador pasivo que repite lo que le enseñan, entonces ninguna.
Pero si te interesa ser libre y decidir con criterio, la responsabilidad es parte del trato.

Puedes quedarte ahí, sentado frente al oráculo digital, creyendo que sus respuestas flotan en algún Olimpo de silicio. O puedes asomarte detrás del telón y descubrir que todo es un puñado de calculos disfrazados de sabiduría. No necesitas un título de ingeniero ni memorizar mil manuales: basta con la incomodidad de no tragarte entero todo lo que te sirven. Si te pica la curiosidad, bienvenido: somos esa minoría impertinente que prefiere entender el truco antes de aplaudir el show.